
En diciembre de 2018 rodábamos por la Overseas Highway, una osadía de concreto flotante que atraviesa más de cuarenta islas y conecta a Miami con Cayo Hueso, la lonja de tierra donde Ernest Hemingway tuvo una gran casa con jardín y vista a su querida Habana. Mientras avanzábamos sobre las aguas color turquesa, a través de ese infinito tapete de hormigón, en ambos sentidos viajaban diversos modelos de autocaravanas equipadas para recorrer toda Norteamérica sin necesidad de hoteles ni boletos aéreos.
Desde la silla del copiloto, Gaby veía pasar esos vehículos autosuficientes, la versión motorizada del caracol, que vive con su casa a cuestas, y llena de anhelo prometió:
—Un día viajaremos así.
Y aquí vamos ahora, cinco años después, desde Bogotá rumbo al norte, en una van Mercedes Benz que ha resultado bastante fácil de manejar. Sólo hay que tener en cuenta la longitud y la altura; acostumbrarse a sus dimensiones, que no son excesivas. Primera lección: para evitar un reguero colosal, se deben asegurar todas las gavetas antes de ponerse en movimiento. Porque allí van las herramientas necesarias para atendernos en la ruta.
Salimos de casa sin mayores planes, dispuestos a parar en cualquier sitio bello y seguro en cuanto empiece a caer la noche. Llevamos comida y tenemos una estufa para cocinar varias recetas antes de ponerlas en los platos. Tenemos vino y cervezas en la nevera. Traemos libros, juegos de mesa, un parlante para la música. Y el tanque está lleno, listo para impulsarnos varios cientos de kilómetros por las vías que exhiben todos los tonos del verde entre Cundinamarca y Boyacá.
Durante milenios la humanidad viajó largas distancias en busca de agua y alimento: fuimos nómadas porque la inmovilidad atentaba contra la supervivencia. Esta etapa sedentaria, desde que inventamos los cultivos y el pastoreo, es reciente en proporciones históricas, pero nos hemos habituado a ella y hoy nos cuesta concebir otra forma de vida. El nomadismo tuvo ventajas: amplió los límites del mundo y consolidó nuestra soberanía sobre la tierra. Fuimos a todas partes.
Ahora nuestro estado natural es el reposo; y los exploradores, los románticos y atrevidos que se empeñan en descubrir los últimos rincones apartados, aparecen en los medios como figuras exóticas cuyo estilo de vida nos resulta un tanto incomprensible. Para explorar, sin embargo, no hacen falta mayores razones. Cuando le preguntaron a George Mallory, escalador pionero, por qué buscaba coronar el Everest hace un siglo, su respuesta fue sencilla: “Porque está ahí”. La mera existencia del mundo y sus maravillas impone la necesidad de ir a descubrirlas.
Esta primera noche, antes de adentrarnos en rutas agrestes, decidimos parar en Villa de Leyva: una transición entre el entorno urbano y el campo puro. Varias veces hemos venido de visita, pero siempre en un plan convencional: el típico hotel con cimientos bien afincados en el suelo. La sosegada certeza de lo inmóvil. ¿No es a veces la quietud un sinónimo del tedio?
Ahora cruzamos las calles empedradas del pueblo, doblamos con cuidado en sus esquinas estrechas y estacionamos la van junto a un parque silencioso en las afueras. Segunda lección: antes de instalarse en cualquier punto, conviene elegir una superficie pareja, porque no querrán dormir después sobre una cama inclinada. Apago, bajamos y salimos a caminar como cualquier turista, pero en mi bolsillo traigo una sola llave: la que enciende el motor del carro y también abre las puertas de nuestro hogar provisional.
Mientras comemos pizzas y tomamos cervezas, siento una ligera ansiedad por saber cómo será la experiencia de dormir por primera vez a bordo. He pasado noches enteras en toda clase de hospedajes, pero nunca en uno así. Es cierto que recibí todas las instrucciones en una inducción de media hora: dónde se prenden y se apagan las luces y los aparatos; cómo se abren y cierran los distintos compartimentos; aquí está la manguera, acá el ventilador, acá el baño con inodoro y ducha; aquí la cama doble y aquí el colchón para el niño; así giran las sillas para armar una pequeña sala en diez segundos; y por la noche, cuando vayan a dormir, con estos parasoles cubren las ventanas para aislarse del exterior. Sí, todo quedó claro, pero una cosa dice la teoría y otra distinta manda la práctica.
—Estamos cansados. Vamos a dormir profundo —dice Gaby mientras caminamos de vuelta. Pasamos por un buen restaurante y a Juan David, nuestro foodie a escala, le brillan los ojos cuando escucha que almorzaremos allí mañana.
Damos una vuelta por el pueblo y al rato decidimos ir a descansar. Llegamos al parque y la nave sigue allí, esperándonos. Repartimos tareas, nos cambiamos y organizamos todo para la primera noche, pero desde el principio cometemos varios errores (olvidamos algo en el baúl y debemos volver a salir; dejo encendida una luz y tengo que saltar desde la cama para apagarla). Sin embargo, vamos aprendiendo. Tercera lección: esto es como convivir en un bote; los movimientos de todos deben estar coordinados, y cada centímetro cúbico debe aprovecharse al máximo. Antes de dormir, abrimos un poco dos ventanas para que la brisa fresca de la noche ventile el espacio. Por fin nos acostamos los tres en la cama, porque Juan David quiere estar entre nosotros, y juntos nos olvidamos hasta la mañana siguiente.
Ya no hace falta salir a arriesgar la vida con el fin de preservarla: casi nadie caza ni pesca ni recolecta. Nos volvimos urbanos, conseguimos nuestra comida en cualquier mercado cercano y el viaje se convirtió en una actividad ligada al ocio: nos movemos sólo unos pocos días cada año, en vacaciones establecidas con antelación, a destinos fijos donde casi todo suele estar controlado. Construimos rutinas sin sorpresas ni riesgo, y nos hemos encerrado en ambientes predecibles. Digámoslo de una vez: nos hemos vuelto aburridos.
Por eso surgió el llamado “turismo de aventura”, casi un contrasentido. Se trata de una respuesta comercial ante el descubrimiento de una oportunidad: la oferta de un azar diseñado, cuidada la manufactura de un asombro que llegó para sacudir a los dormidos.
Se me ocurre que las autocaravanas, los llamados motorhomes o casas rodantes, son un buen punto medio: el eslabón perdido entre la verdadera aventura y el turismo tradicional. Estos vehículos ofrecen un confort relativo, con los elementos necesarios para viajar de una manera segura, con suficientes insumos a la mano y bastante independencia. Incluso existen modelos futuristas, equipados con las opciones más lujosas e insospechadas: estructuras móviles que parecen la suite de un hotel. Pero esto ya es demasiado, y muy pocos pueden pagarlo. Vantura, al menos en nuestra experiencia, es una opción sensata que ofrece todo lo conveniente sin abrumarnos con los superfluo y lo exagerado. Se trata de contar con las comodidades básicas para ir al encuentro de la naturaleza, pero bien cobijado en un refugio motorizado.
Por eso hoy, en este segundo día, decidimos buscar el campo, que es donde más provecho se le puede sacar a esta vehículo inusual: desde Villa de Leyva, donde despertamos con las voces de los primeros turistas que pasan temprano junto a nuestras ventanas, después de un desayuno y un gran almuerzo en dos puntos distintos del pueblo, y con buena música a bordo, partimos hacia la represa del Sisga, a una pequeña finca ubicada muy cerca del enorme espejo de agua, donde una pareja joven alquila espacios en su lote boscoso para cualquiera con ganas de acampar.
Pero no venimos a eso: la van nos acomoda un peldaño por encima de esa experiencia rústica. No tenemos que armar ni desarmar ninguna carpa; no pasa nada si llueve o si el sol calienta con inquina. No tenemos que improvisar un baño en cualquier matorral. Y tampoco corremos riesgo si aparece cualquier animal salvaje en mitad de la noche. Gaby, que tiende a escuchar ruidos mientras dormimos, va a advertir varios durante este viaje. Y yo haré lo de siempre: encontrar explicaciones racionales mientras intento conciliar el sueño de nuevo.
Al Sisga llegamos de noche y el camino de tierra solo se ve hasta donde las luces de la van alcanzan a iluminar. Árboles frondosos forman un túnel verde a través del cual conduzco por primera vez. A ambos lados, muy espaciadas, se suceden unas pocas fincas apacibles cuya vida interior se intuye, pero no se ve. Si hay personas allí deben estar sentadas frente a una chimenea con una taza de chocolate o un vaso de ron entre las manos. Especulo. Pienso con el deseo.
—Uy, qué miedo —dice Gaby al lado.
—Sí —confirma Juan David, contagiado.
Por fin ubicamos nuestro destino y accedo por un camino irregular, pedregoso, oscuro. El anfitrión, un flaco alto y solícito, nos recibe con una linterna en la mano, y con ella señala un sendero: “sigan, sigan”, dice. Dejo avanzar la camioneta sobre una ladera cubierta de pasto desde donde alcanzo a ver la orilla represada del Sisga. En plena penumbra, toda la vasta tierra alrededor está salpicada por las luces de algunas casas esporádicas que tienen acceso privilegiado a la orilla. Apago y bajamos.
Afuera refulge un cielo estrellado y hace frío, pero la van mantiene una temperatura agradable en su panza, que ya empezamos a sentir como propia. A pocos metros hay varios palos dispuestos para encender una fogata, pero decidimos abrir una botella de vino y nos la tomamos completa entre las sábanas.
Gente que conocimos en la ruta: una cocinera y repostera que perdió su trabajo en la pandemia y se refugió en una casita rural, junto a un bosque de pinos sobre cuyas copas sopla el viento. Un profesor de inglés y guía de turismo, hijo de familia rica, que desertó del ruido y se instaló en Suesca, entre caballos, vacas y ovejas, junto a la pared de roca que disfruta escalar cada semana…
El tercer día amanece soleado. El paisaje, que por la noche apenas se veía, cambia por completo y nos da la impresión de haber viajado mientras dormíamos. Todo brilla bajo el lamparazo cenital: los árboles, el pasto, el agua. La vida toda.
—¿Dónde estamos? —pregunta Juan David, desorientado.
—En el Sisga —respondo.
Y salimos de la camioneta para mostrarle la represa, que se extiende hasta la margen opuesta a varios cientos de metros en línea recta. Al fondo, si aguzamos la vista, se ven los dos puentes que cruzan la masa de agua en la autopista. Enseguida nos activamos: abrimos las puertas traseras, desplegamos la mesa, sacamos las sillas y la estufa, que corre fácil sobre un riel. Allí enciendo la llama, hacemos el café y charlamos un rato junto a la mesa.
—Mira, esta es la van. Aquí dormimos, acá está el baño, esta es la cocina. Mira la vista —Gaby hace una videollamada con su mamá y le hace un recorrido virtual por las atracciones.
El servicio de acampada incluye acceso a un baño limpio con ducha, así que nos bañamos allí antes de empezar el día. Después del desayuno vamos de paseo hasta la orilla de la represa, donde tendemos una manta y nos acostamos a leer. Juan David, un adicto al agua, se desviste y decide probar la temperatura, pero no dura mucho tiempo ahí porque está fría incluso para él, que se dio un baño en la playa de Cayo Hueso en pleno invierno. Después de comer frutas y queso, él y Gaby durmieron una siesta bajo un árbol. Yo tomé algunas notas para esta bitácora.
A mediodía, después de explorar la finca, moví la van hasta un punto donde los pinos formaban una medialuna acogedora frente a una explanada. Allí cocinamos unos choripanes y tomamos más vino, mientras sonaba la música en un parlante portátil. Hice la digestión sentado en medio de ese escenario apacible, con ganas de quedarme varios días allí. Después jugamos un rato con Juan David y leímos nuestros libros bajo el sol. Cuando empezó a caer la tarde decidimos hacer una última parada en el embalse del Neusa.
Un cocinero y un mesero venezolanos, muy jóvenes, educados y atentos, que consiguieron empleo en un restaurante de buen nivel y ahora atienden a los turistas con una amabilidad genuina. Una chica que vende las mejores arepas boyacenses junto a la carretera: finas cáscaras de maíz rellenas de queso y hechas en el horno. Una pareja de pensionados que por las mañanas pasea a caballo entre bosques de pinos. Un administrador que heredó una finca construida por su abuelo, donde recibe a viajeros que llegan en busca de silencio y aire prístino.
Al Neusa llegamos de noche. Tuvimos que ir hasta una taquilla ubicada en el punto más alejado del embalse, para pagar los tiquetes y luego volver a entrar por otra más cercana. La falta de luz impedía ver la orilla, pero un celador nos dio las indicaciones y parqueamos de espaldas al agua, con las ventanas de la cama directo sobre la orilla y frente a la montaña que la enmarca.
Por la mañana desayunaremos sentados a la mesa, haremos una fogata y leeremos un rato en esa playa poco transitada. Les regalaremos volantes con información sobre Ventura a parejas y familias curiosas que se acercarán a preguntar. Después haremos un largo recorrido, sin prisas, con varias paradas, por la carretera que conecta Sesquilé a Guatavita, Guasca y La Calera con Bogotá. Tomaremos fotografías y videos desde la van en movimiento, pero también a orillas de la carretera. Y comeremos un buen postre antes de ponernos rumbo a casa.
Todo eso ocurrirá mañana, el cuarto y último día de nuestro primer viaje en modo caracol. Pero esa jornada aún no llega. Faltan pocos minutos para que amanezca y seguimos junto al Neusa. Juan David todavía duerme, pero Gaby y yo empezamos a despertar. Adentro está cálido, pero afuera se adivina el frío. Durante la noche cayó una llovizna y ahora mismo una neblina cada vez más delgada emerge sobre el agua y se desvanece cuando sube por las faltas de la montaña.
A veces la belleza asusta. A veces duele, confunde, sorprende: un fogonazo nos deslumbra, y después de ese eclipse inicial, desviamos la mirada para prevenir un daño mayor. Lo más probable es que sigamos allí un rato más: seducidos por el espectáculo, entregados al deleite estético. En este caso, el que ahora recuerdo, toda la secuencia ocurrió estando bajo las sábanas, sin dejar todavía la cama. Eran casi las seis, la primera luz apenas empezaba a colarse desde el oriente, y el rocío de la madrugada se deslizaba sobre la ventana como gotas de un jarabe ligero. El silencio, un vacío absoluto, producía ese pitido leve, casi ficticio, que surge en nuestro oído cuando allá afuera no suena nada. Nada de nada. Después de comprobar las bondades de la camioneta; después de confirmar su versatilidad y descubrir que lo mejor es alejarse de las zonas urbanas y usarla al máximo como la casa portable que puede ser, Gaby gira sobre sí misma, mira hacia afuera a través del filtro que provee la ventana, y concluye finalmente:
—Para esto es que sirve esta van.